Francisco
Aular
Cuando yo era
niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; cuando llegué a
ser adulto, dejé atrás las cosas de niño. 1 Corintios 13:11 (NVI)
Al servicio de fotografía del hospital en donde trabajaba
como fotógrafo clínico, me trajeron un hermoso niño al cual le calculé unos
diez meses de edad, venía remitido por el Departamento de Genética del
hospital. Lo había traído la abuela y era muy buena conversadora, ella me
preguntó: “¿Cuántos meses cree que tiene el niño?”, le dije la edad que había
pensado, y me respondió con un tono lastimero, “en realidad él tiene seis
años”…
Los humanos somos muy parecidos, tanto en lo físico como en
lo espiritual, por eso son necesarios dos nacimientos: el humano que nos pone
en la tierra, y el nuevo nacimiento (Juan 3:1-8) que nos coloca en el cielo.
Ambos nacimientos nos obligan a crecer, a madurar; de no hacerlo, existe una
incoherencia en el proceso normal de crecimiento. En efecto, el propósito de
Dios al producir en nosotros tanto “el querer como el hacer por su buena
voluntad” (Efesios 2:13), es para que podamos desarrollar un carácter como el
de JESÚS (Gálatas 5:22,23). Lamentablemente, millones de cristianos nacidos de
nuevo, han envejecido pero no han madurado en la fe; Dios quiere usarlos para
que sirvan en Su reino y en Su iglesia pero su infantilismo no los deja: “Yo,
hermanos, no pude dirigirme a ustedes como a espirituales sino como a
inmaduros, apenas niños en Cristo. Les di leche porque no
podían asimilar alimento sólido, ni pueden todavía” (1 Corintios 3:1,2).
Pues bien, pensando en mi propia vida, supe desde el
principio que madurar en Cristo no es un opción para el cristiano nacido de
nuevo, debe ser su vida normal -inicié mi crecimiento en Cristo hace ya más de
cuatro décadas-; no me encuentro satisfecho con lo que soy en cuanto a la
madurez, el Señor todavía está trabajando conmigo, pero hago todo lo que pueda
internacionalmente para ser moldeable por Él para seguir sirviendo al Señor,
dentro de los límites finitos, como ser humano que soy; así continúo trabajando
y permitiendo que Dios me forme hasta cumplir su propósito en mí: “…un varón
perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:13b;
RV60).
En virtud de esto, hago la siguiente resolución: ¡Persistiré
hasta alcanzar la madurez en Cristo! Así como no me quedé siendo un niño en lo
físico, tampoco lo seré en lo espiritual. Aunque no nací en cuna de oro,
tampoco nací en derrota, ni para fracasar, porque soy parte del plan de Dios. A
mis nueve años decidí no culpar a mis padres, ni a mi preciosa familia que Dios
me dio biológicamente, de cualquier falla en mi carácter; un día de aquellos en
el cual tuve que realizar varias tareas, las asumí con optimismo, desde
entonces, me abstengo de escuchar y formar parte de aquellos que lloran y se
quejan por todo, no hago de los pesimistas mis compañeros de viaje, porque
dañan con sus lamentos el camino que Dios, en Su gracia, me trazó; Dios me crió
para crecer y los linderos de mi crecimiento es el ser como Cristo.
¡Persistiré hasta alcanzar la madurez en Cristo! No me
conformaré con los trofeos que me den o me nieguen en esta vida, porque el
verdadero premio serán la corona –si la llego a merecer- que el Señor me dará
al final de mi jornada, y no me corresponde a mí, elegirla; cuando haya
terminado mi día y vaya al dormitorio a esperar mi resurrección de entre los
muertos, diré en el sentido espiritual, como Pablo: “He peleado la buena
batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe” (2 Timoteo 4:7 RV60).
Igualmente, en el plano humano, diré como Amado Nervo: Amé, fui amado, el sol
acarició mi faz. ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!
Oración:
Padre eterno: ¡Gracias por designarme un lugar en tu reino y en tu iglesia!
Ayúdame a echar muy lejos de mí, la queja, la amargura y el culpar a otros de
las cosas que me ocurren; ayúdame a ser maduro en la fe y en el carácter. En el
nombre de JESÚS, amén.
Perla de hoy:
La madurez espiritual, no es automática: Es una elección que se
perfecciona en el trato con Dios, conmigo mismo y con los demás.
Interacción:
¿Qué me dice Dios hoy por medio de su Palabra?
¿Existe una promesa a la cual pueda aferrarme?
¿Existe una lección por aprender?
¿Existe una bendición para disfrutar?
¿Existe un mandamiento a obedecer?
¿Existe un pecado a evitar?
¿Existe un nuevo pensamiento para llevarlo conmigo?
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