Francisco
Aular
faular@hotmail.com
Después de eso, Josué, hijo de Nun y siervo del Señor,
murió a los ciento diez años de edad. Josué 24:29 (NTV)
La vida y la muerte han sido misterios desde el mismo momento en que Adán y
Eva la experimentaron al ser expulsados del paraíso celestial, y al declararse
ellos enemigos de Dios. Los filósofos griegos que ahondaron en muchas cosas de
la vida, escribieron: “Cada uno de nosotros deja la vida cuando llega su último
instante con el sentimiento de que apenas acaba de nacer”; algunos han dicho
que “se empieza a morir cuando se nace”. Muerte significa, ante todo,
separación, por ello está rodeada de sufrimiento, dolor y llanto. Cuando
nacemos de nuevo “pasamos de muerte a vida” (Efesios 2:1,2).
La muerte, como separación espiritual entre Dios y el ser humano ha sido
eliminada al llegar a nosotros la vida “zoé”, es decir, ¡Jesucristo!: “Y este es el testimonio que Dios ha dado:
él nos dio vida eterna, y esa vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo tiene
la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Juan 5:11,12.
NTV). En el terreno espiritual de nuestra relación con Dios, ¡viviremos para
siempre!, pero, todavía, como seres humanos, moriremos a esta vida humana que
poseemos. Es innegable que la separación, como en toda despedida, habrá
tristeza y lágrimas. ¡Pero tenemos todavía la esperanza viva de la
resurrección, esta verdad nos sostiene! Especialmente, cuando los viejos se
van: “Y ahora, amados hermanos, queremos que sepan lo que sucederá con los
creyentes que han muerto, para que no se entristezcan como los que no tienen
esperanza. Pues, ya que creemos que Jesús murió y resucitó, también creemos que
cuando Jesús vuelva, Dios traerá junto con él a los creyentes que hayan muerto”
(1 Tesalonicenses 4:13,14. NTV).
Todo esto estaba en mi mente cuando
nuestro amado viejo, don Enrique Dámaso Fernández (1919-2002), mi amado suegro
y padre partió con el Señor, hace, exactamente, diez años. A continuación lo
que escribí en su memoria, el 18 de agosto de 2002:
Hoy, hace exactamente un mes, que nuestro amado padre
Enrique Dámaso partió para estar con el Señor. No ha sido fácil desprenderse de
nuestro viejo. Es algo que nos pega muy adentro saber que no nos estará
esperando en el aeropuerto cuando retornemos a Venezuela. Ni presidiendo la mesa en nuestras comidas. No
escucharemos el serrucho cortando las tablas para los textos bíblicos que él y
la abuela han elaborado por más de
treinta años y que son adornos en las paredes de hogares de muchos países. No
escucharemos su bendición de los alimentos en su manera tan peculiar en que
siempre lo hizo. No lo veremos señalando, en su galería de fotos familiares, a sus cuatro hijos, sus dieciocho
nietos y nueve bisnietos. No lo veremos trabajando en el jardín del templo,
porque siempre pensó que el lugar en donde se adora a Dios debe ser el más
hermoso de la comunidad. Nos quedan sus consejos, su vida ejemplar y esa
disciplina que siempre lo mantuvo al frente de sus responsabilidades en su
hogar, su trabajo y la iglesia.
Todo en la casa está lleno de él; con sus manos hizo
cada pieza de ella y con su esposa Lola levantó el hogar por más de sesenta
años. ¿Cómo olvidarlo? En hombros de sus amigos y familiares lo llevamos al
panteón. Hubo mensaje de un hasta luego que me tocó pronunciar y que terminé
recitándole el poema: “Cuando el viejo se nos va”. Mary lo despidió con las
palabras que sólo una hija como ella puede pronunciar, llena de esa paz que el
Señor nos da en momentos como esos y su hijo el pastor Enrique Dámaso, cerró la
ceremonia con la oración de despedida. Sus restos descansan en una colina y
bajo las sombras de un árbol. Desde allí uno puede ver parte de la ciudad de
Caracas, la capital venezolana que le dio la bienvenida hace 40 años cuando
llegó en el barco que lo trajo del puerto del Vigo, España. Venía lleno de
entusiasmo, con mucha fe y con la disponibilidad de surgir desde cero, como todo inmigrante.
El hospital Ortopédico Infantil le abrió las puertas y
nunca se las cerró, ni siquiera, después de su jubilación en 1985. Es imposible
saber el número de los niños de ayer, hombres y mujeres de hoy que pasaron por
sus manos para hacerlos andar e integrarse dignamente al campo laboral de la nación.
No sabemos los tiempos de Dios, pero descansamos en la seguridad de que nos
volveremos a encontrar, y cuando lleguemos nosotros al Puerto, don Enrique nos
diga con su inconfundible voz con acento gallego: “¡Bienvenidos! Hace mucho
tiempo que os esperaba”.
Cuando
los viejos se van
Francisco Aular
Toronto, 18 de julio de 2012
Permíteme proclamar tu poder a esta nueva
generación, tus milagros
poderosos a todos los que vienen después de mí. (Salmo 71:18b. NTV)
I
Cuando los viejos se van
se produce tal vacío
que no lo pueden llenar
ni el llanto ni los suspiros.
Cuando los
viejos se van
es como
cerrar un libro
que nos
enseñó a ser sabios
y quedamos
de él, cautivos.
Cuando los
viejos se van
se va aquel
soplo divino
que produjo
la partícula
que selló
nuestro destino.
Cuando los
viejos se van
para siempre
cierra el ciclo:
Enamoramiento
y boda,
la llegada
de los hijos…
El arribo de
los nietos,
y aquel amor
infinito.
Cuando los
viejos se van
se queda
cuanto le dimos:
Honra, amor
y respeto
como sus nietos
e hijos.
Cuando los
viejos se van
siempre
decimos lo mismo:
“Se
marcharon lentamente
que casi no
lo supimos,
solo cabe
recordarlos,
como si
estuvieran vivos.”
II
Cuando los
viejos se van
se va un
pedazo de patria,
una parte de
nosotros,
se va una
porción del alma,
la parte de
nuestra historia
celosamente
guardada.
Cuando los
viejos se van
nos dejan
siempre grabadas
esa imagen
de sus sueños
las alas de
la esperanza.
Y la
herencia incorruptible
que los
abuelos hablaban:
La fe firme
en Jesucristo,
la confianza
en la Palabra.
Que la
asistencia a la Iglesia
nunca fuera
descuidada…
Cuando los
viejos se van
seguiremos
sus pisadas
en esta vida
cristiana:
Obedecer al
Señor, con amor,
sin reservas
y sin retiradas.
Cuando los viejos se van
se produce tal vacío
que no lo puede llenar
ni el llanto ni los suspiros.
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