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Lectura
devocional: Josué 24:14-31
Después de eso, Josué, hijo de Nun y siervo del Señor, murió a los
ciento diez años de edad. Josué 24:29 (NTV)
La muerte
espiritual tuvo su entrada desde el mismo momento en que Adán y Eva la
experimentaron al ser expulsados del paraíso celestial, y al declararse ellos
enemigos de Dios. Luego de esto vino la muerte física, la cual ha sido un
verdadero y doloroso misterio para el ser humano. Los filósofos griegos que
ahondaron en muchas cosas de la vida, escribieron: “Cada uno de nosotros deja
la vida cuando llega su último instante con el sentimiento de que apenas acaba
de nacer”; algunos han dicho que “se empieza a morir cuando se nace”. Muerte
significa, ante todo, separación, por ello está rodeada de sufrimiento, dolor y
llanto. Cuando nacemos de nuevo “pasamos de muerte a vida” (Efesios 2:1,2).
La muerte,
como separación espiritual entre Dios y el ser humano ha sido eliminada al
llegar a nosotros la vida Zoé, es
decir, ¡JESUCRISTO!: “Y este es el testimonio que Dios ha dado: él nos dio vida eterna, y
esa vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al
Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Juan 5:11,12. NTV). En el terreno espiritual
de nuestra relación con Dios, ¡viviremos para siempre!, pero, todavía, como
seres humanos, moriremos a esta vida humana que poseemos. Es innegable que la
separación, como en toda despedida, habrá tristeza y lágrimas. ¡Pero tenemos
todavía la esperanza viva de la resurrección, esta verdad nos sostiene!
Especialmente, cuando los viejos se van: “Y ahora, amados
hermanos, queremos que sepan lo que sucederá con los creyentes que han muerto,
para que no se entristezcan como los que no tienen esperanza. Pues, ya que
creemos que Jesús murió y resucitó, también creemos que cuando Jesús vuelva,
Dios traerá junto con él a los creyentes que hayan muerto” (1 Tesalonicenses
4:13,14. NTV).
Todo esto estaba en mi mente cuando nuestro amado viejo, don Enrique
Dámaso Fernández (1919-2002), mi amado suegro y padre partió con el Señor, hace
dieciséis años. A continuación lo que escribí en su memoria, el 18 de agosto de
2002: "Hace
exactamente un mes, que nuestro amado padre Enrique Dámaso partió para estar
con el Señor. No ha sido fácil desprenderse de nuestro viejo. Es algo que nos
pega muy adentro saber que no nos estará esperando en el aeropuerto cuando
retornemos a Venezuela. Ni
presidiendo la mesa en nuestras comidas. No escucharemos el serrucho
cortando las tablas para los textos bíblicos que él y la abuela han elaborado por más de
treinta años y que son adornos en las paredes de hogares de muchos países. No
escucharemos su bendición de los alimentos en su manera tan peculiar en que
siempre lo hizo. No lo veremos señalando, en su galería de fotos familiares, a sus cuatro hijos, sus
dieciocho nietos y nueve bisnietos. No lo veremos trabajando en el jardín del
templo, porque siempre pensó que el lugar en donde se adora a Dios debe ser el
más hermoso de la comunidad. Nos quedan sus consejos, su vida ejemplar y esa
disciplina que siempre lo mantuvo al frente de sus responsabilidades en su
hogar, su trabajo y la iglesia.
Todo en
la casa está lleno de él; con sus manos hizo cada pieza de ella y con su esposa
Lola levantó el hogar por más de sesenta años. ¿Cómo olvidarlo? En hombros de
sus amigos y familiares lo llevamos al panteón. Hubo mensaje de un hasta luego
que me tocó pronunciar y que terminé recitándole el poema: “Cuando el viejo se
nos va”. Mary lo despidió con las palabras que sólo una hija como ella puede
pronunciar, llena de esa paz que el Señor nos da en momentos como esos y su
hijo el pastor Enrique Dámaso, cerró la ceremonia con la oración de despedida.
Sus restos descansan en una colina y bajo las sombras de un árbol. Desde allí
uno puede ver parte de la ciudad de Caracas, la capital venezolana que le dio
la bienvenida hace 40 años cuando llegó en el barco que lo trajo del puerto del
Vigo, España. Venía lleno de entusiasmo, con mucha fe y con la disponibilidad de surgir desde cero, como todo
inmigrante.
El hospital Ortopédico Infantil le abrió las puertas y nunca se las
cerró, ni siquiera, después de su jubilación en 1985. Es imposible saber el
número de los niños de ayer, hombres y mujeres de hoy que pasaron por sus manos
para hacerlos andar e integrarse dignamente al campo laboral de la nación. No
sabemos los tiempos de Dios, pero descansamos en la seguridad de que nos
volveremos a encontrar, y cuando lleguemos nosotros al Puerto, don Enrique nos
diga con su inconfundible voz con acento gallego: “¡Bienvenidos! Hace mucho
tiempo que os esperaba”.
Cuando los viejos se
van
Francisco Aular
Toronto, 18 de julio de 2012
Permíteme
proclamar tu poder a esta nueva generación, tus milagros poderosos a
todos los que vienen después de mí. (Salmo 71:18b. NTV)
I
Cuando los viejos se van
se produce tal vacío
que no lo pueden llenar
ni el llanto ni los suspiros.
Cuando los viejos se van
es como cerrar un libro
que nos enseñó a ser sabios
y quedamos de él, cautivos.
Cuando los viejos se van
se va aquel soplo divino
que produjo la partícula
que selló nuestro destino.
Cuando los viejos se van
para siempre cierra el ciclo:
Enamoramiento y boda,
la llegada de los hijos…
El arribo de los nietos,
y aquel amor infinito.
Cuando los viejos se van
se queda cuanto le dimos:
Honra, amor y respeto
como sus nietos e hijos.
Cuando los viejos se van
siempre decimos lo mismo:
“Se marcharon lentamente
que casi no lo supimos,
solo cabe recordarlos,
como si estuvieran vivos.”
II
Cuando los viejos se van
se va un pedazo de patria,
una parte de nosotros,
se va una porción del alma,
la parte de nuestra historia
celosamente guardada.
Cuando los viejos se van
nos dejan siempre grabadas
esa imagen de sus sueños,
las alas de la esperanza.
Y la herencia incorruptible
que los abuelos hablaban:
La fe firme en Jesucristo,
la confianza en la Palabra.
Que la asistencia a la Iglesia
nunca fuera descuidada…
Cuando los viejos se van
seguiremos sus pisadas
en esta vida cristiana:
Obedecer al Señor, con amor,
sin reservas y sin retiradas.
Cuando los viejos se van
se produce tal vacío
que no lo puede llenar
ni el llanto ni los suspiros.
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