Una tarde, a mediados del año 1970 caminaba por el pasillo de la sala cinco del Hospital Vargas de Caracas, iba acercándome al lecho de las enfermas y les compartía un pasaje bíblico y una oración, en esos años yo trabajaba como fotógrafo clínico del Servicio de Anatomía Patológica del mencionado hospital, ese cargo me permitía el libre acceso a todo paciente necesitado de atención espiritual; una o dos veces a la semana realizaba tal labor, en una de esas , de repente, desde una de las camas donde estaba una paciente recién internada, sumamente grave, me llamó:
—“¡Francisco, me estoy muriendo, y tengo miedo, mucho miedo!”, me acerqué a ella y la reconocí, era doña E.Z., madre de dos ex-compañeras de estudios de la primaria.
El espectro de la muerte se reflejaba en aquel rostro triste y sombrío, porque la agonizante aún no estaba preparada para morir, la atendí como pude y le prometí que regresaría con mi pastor aquella noche; con una mirada sin palabras, llena de dolor y resignación, ella entendió.
En aquellos años la evangelización para mí, consistía en repartir tratados e invitar a la gente al templo para que se convirtieran por la predicación del pastor o del evangelista, porque yo pensaba que no estaba capacitado para llevar a una persona a CRISTO.
Al salir de mi trabajo pasé por la casa de mi pastor pero él no estaba, se encontraba en una reunión de la Asociación de Pastores, lejos de Caracas; solicité ayuda contactando a otros pastores en sus casas, pero igualmente se encontraban en dicha reunión; seguí insistiendo pero líderes de otras iglesias tampoco me pudieron auxiliar, porque al igual que yo, pensaban que aquel era un trabajo para un pastor y no para un laico, en consecuencia, no volví al hospital aquella noche; me acosté pensando que al otro día, de alguna manera, encontraría el apoyo de un pastor.
A la mañana siguiente, muy temprano, llegué al trabajo con la disposición de desocuparme lo más pronto posible e ir a ver a la paciente grave. Como rutina en mis labores, bajé al piso en donde estaba la cava con los cadáveres para ver cuántos habían ingresado esa noche; nunca olvidaré el escalofrío que me invadió al abrir la puerta y reconocer, entre la mortaja, el cadáver de la madre de mis amigas, la muerte había acudido puntual a la cita. ¡La muerte me había ganado!
Salí del recinto y me fui a consolar a las tres hijas de la extinta, pues el médico patólogo y sus ayudantes comenzaban la jornada en la Sala de Autopsias; mientras bajaba las escaleras para reunirme con los familiares, mi alma agonizaba, me sentía apesadumbrado y sollozante, me parecía que aún oía la voz de la tarde anterior:
— "¡Francisco me estoy muriendo…, tengo miedo, mucho miedo!".
Me tranquilizaba al recordar la infinidad de ocasiones en que yo había invitado a la señora E.Z., con sus hijas a la iglesia, sin embargo, ninguna de ellas me había hecho caso. Los cuatro lloramos, ellas recordando a aquella madre que se había ido para siempre, yo, enfrentando la triste realidad de la oportunidad perdida; otra vez la muerte me había ganado, y sólo atinaba a exclamar para mí mismo, "¡oh, si hubiese sabido cómo conducirla a CRISTO!".
Ese lamentable incidente marcó el comienzo de una profunda inquietud espiritual, la búsqueda constante de una estrategia para llegar a las personas sin CRISTO a través de una evangelización audaz y eficaz. Después de un tiempo lo descubrí y así nació La Marcha Evangelizadora. ¡Nadie debe salir de este mundo sin una presentación del Regalo de la Vida Eterna (Zoé) y darle la oportunidad de aceptarlo o rechazarlo. ¡Nosotros somos portadores de la Vida que prometió el SEÑOR!:
“Jesús le dijo: Yo soy el camino y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por medio de mí”. (Juan 14:6, RVR1977). ¡Este es el Evangelio en pocas palabras!
En aquel entonces, y por experiencia propia, sabía que no era suficiente amar a los perdidos, no era suficiente invitar a las personas al templo, no era suficiente ser un cristiano sincero, no bastaban los métodos tradicionales, hacía falta algo, y yo esperaba que, de alguna manera, DIOS me lo mostraría. Necesitábamos experimentar la verdad y hacer de cada creyente salvo por la gracia de DIOS: un evangelizador por dondequiera que fuese. ¡Nadie tiene que ser un teólogo para evangelizar a otros! No pierda el tiempo: “Libra a los que son llevados a la muerte; Salva a los que están en peligro de muerte”.
Como aquella noche triste en que murió aquella mujer que me pidió auxilio espiritual hace más de 50 años, ¡esta noche morirán unas ciento cuarenta y cuatro mil personas en el mundo!... ¿Cuántos de ellos? Me dirían:
—“¡Francisco, me estoy muriendo, y tengo miedo, mucho miedo!”…Ahora, sí estoy preparado para ganar con la ayuda eficaz del ESPIRITU SANTO: ¡Uno más para CRISTO! ¡Estamos listos para ayudarlo a que aprenda: Como vivir lleno del poder del ESPÍRITU SANTO, cómo orar, cómo evangelizar y cómo ayudar a otros a crecer en la fe… para ello, nació la Marcha Evangelizadora!
¡Adelante, siempre adelante!
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