Francisco
Aular
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Lectura devocional: Josué 14:6-15
Dame,
pues, la región montañosa que el Señor me prometió en esa ocasión. Desde ese
día, tú bien sabes que los anaquitas habitan allí, y que sus ciudades son
enormes y fortificadas. Sin embargo, con la ayuda del Señor los expulsaré de
ese territorio, tal como él ha prometido. Josué 14:12 (NVI)
Se cuenta que, hace
mucho tiempo hubo una reunión de todos los animales y entre ellos, el águila,
el cual desde su casa ubicada en la cumbre de una montaña se había incorporado
a la reunión en un envidiable vuelo y aterrizaje perfectos. El rey león preside
la reunión, y en una parte de la agenda se había contemplado un tiempo para
hacer los desafíos a todo el reino animal. El águila pidió la palabra y dijo: “Los
desafío a todos ustedes a que suban a mi casa en la cumbre de aquella montaña
delante de nosotros.” Hubo un silencio en todo el valle… Era evidente que
ningún animal, ni siquiera las aves, aceptaban el reto, ¡de repente!, una débil
vocecita surgió, y con sus ojos penetrantes y la agudeza de su oído el águila
buscó y su mirada se posó sobre un pequeño y joven caracol, que le dijo:
“¡Hermano águila, yo subiré!” Todos rieron porque era evidente que aquel había
sido el mejor chiste de toda la reunión. Pasaron los años, y en una fría mañana
en la cumbre de la montaña, el águila, majestuosamente se quitaba el sueño
agitando sus gigantes alas. Entonces, escucha una vocecita que le dice:
“¡Hermano águila, hermano águila. Aquí estoy!” Era el viejo caracol…
Con el pasar de los años he visto que la vida
funciona de manera muy parecida al relato del águila y el caracol. Uno tiene
que dejar atrás por inútil, las quejas, la envidia por no haber nacido en cuna
de oro y tener las posibilidades naturales de otros; igualmente, las
desilusiones y fracasos, y volar hasta posarse en la cumbre, pues, allí hay
lugar para todos.
Ya saben ustedes que uno de mis personajes
favoritos es Caleb, el hijo de Jefone, príncipe de la tribu de Judá, y uno de
los doce exploradores o espías que envió Moisés a reconocer la tierra de
Canaán. El reporte final de estos hombres fue negativo, diez de ellos dijeron “—No podremos
combatir contra esa gente. ¡Son más fuertes que nosotros!”, pero allí estaba un
joven caracol, Caleb, pensador de que nada hay imposible para Dios: “—¡Vamos
enseguida a tomar la tierra! —dijo—. ¡De seguro podemos conquistarla!”; y así
fue porque aquel joven Caleb, que mostraba su linaje de pensador de
imposibilidades y un optimismo que le brotaba por todos los poros, dijo: “¡SEÑOR,
dame esa montaña!”,
Caleb se enfrentó por
cuarenta y cinco años a todos los peligros y batallas que su pueblo peleó, pero
la promesa que Dios le había hecho por medio de Moisés la llevaba consigo: “La
tierra de Canaán, por donde recién caminaste, será tu porción de tierra y la de
tus descendientes para siempre, porque seguiste al Señor mi Dios con todo tu
corazón”. Pasan los años, y Caleb, es un anciano de ochenta y cinco años, viene
delante de aquel libertador Josué, que como él, había sido fiel a Dios en todas
las circunstancias -¡les confieso que no puedo leer esto sin que mi pulso se me
acelere!, y doy gracias al SEÑOR por esta historia, ¡y por ello soy miembro del
“Club Caleb” para pensadores de imposibilidades!: “Ahora, como puedes ver, en
todos estos cuarenta y cinco años desde que Moisés hizo esa promesa, el Señor
me ha mantenido con vida y buena salud tal como lo prometió, incluso mientras
Israel andaba vagando por el desierto. Ahora tengo ochenta y cinco años. Estoy tan
fuerte hoy como cuando Moisés me envió a esa travesía y aún puedo andar y
pelear tan bien como lo hacía entonces. Así que dame la zona montañosa que el
Señor me prometió. Tú recordarás que, mientras explorábamos, encontramos allí a
los descendientes de Anac, que vivían en grandes ciudades amuralladas. Pero si
el Señor está conmigo, yo los expulsaré de la tierra, tal como el Señor dijo». Entonces
Josué bendijo a Caleb, hijo de Jefone, y le dio Hebrón como su asignación de
tierra. Hebrón todavía
pertenece a los descendientes de Caleb, hijo de Jefone, el cenezeo, porque él
siguió al Señor, Dios de Israel, con todo su corazón” (Josué 14:10-14 NTV.)
Pues bien, como el
caracol de la ilustración o como la historia del valiente Caleb, nuestra
llegada a la cumbre es una promesa divina, pero el esfuerzo de la subida, es
nuestro. Sin embargo, los cristianos no estamos solos en la dura realidad de la
vida. Esta es la promesa del Señor también para nosotros: “Nunca te fallaré. Jamás te abandonaré”. (Hebreos 13:5 NTV) Por lo
tanto, también podemos exclamar, llenos de fe: ¡SEÑOR, dame mi montaña!
Oración:
Amado Padre Celestial:
¡SEÑOR, dame mi montaña! Sé que
no será fácil escalarla y enfrentarme a todos los peligros al subir. Ayúdame a
vencer mis propios gigantes que yo mismo he tolerado por tanto tiempo. Hoy
reafirmo el propósito de mi vida y la razón por la cual estoy aquí: Subir la
cumbre y quedarme allí para siempre contigo. Ayúdame a contagiar a otros, con
un carácter impulsado por el fruto del Espíritu, y la esperanza de que tú me
esperas para decirme: “Bien hecho, mi buen siervo fiel. (…) ¡Ven a
celebrar conmigo!”. En el nombre de JESÚS. Amén
Perla de hoy:
Toda subida hacia la
cumbre en la obra de Dios, comienza con una determinación optimista: ¡Señor:
Dame mi montaña!
Interacción:
¿Qué me
dice Dios hoy por medio de su Palabra?
¿Existe
alguna promesa a la cual pueda aferrarme?
¿Existe
alguna lección por aprender?
¿Existe
alguna bendición para disfrutar?
¿Existe
algún mandamiento a obedecer?
¿Existe
algún pecado a evitar?
¿Existe
algún pensamiento para llevarlo conmigo?
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