Francisco Aular
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Lectura devocional: Josué 24:14-31
Después de eso, Josué, hijo de Nun y siervo del
Señor, murió a los ciento diez años de edad. Josué 24:29 (NTV)
La
vida y la muerte han sido misterios desde el mismo momento en que Adán y Eva la
experimentaron al ser expulsados del paraíso celestial, y al declararse ellos
enemigos de Dios. Los filósofos griegos que ahondaron en muchas cosas de la
vida, escribieron: “Cada uno de nosotros deja la vida cuando llega su último
instante con el sentimiento de que apenas acaba de nacer”; algunos han dicho
que “se empieza a morir cuando se nace”. Muerte significa, ante todo,
separación, por ello está rodeada de sufrimiento, dolor y llanto. Cuando
nacemos de nuevo “pasamos de muerte a vida” (Efesios 2:1,2).
La
muerte, como separación espiritual entre Dios y el ser humano ha sido eliminada
al llegar a nosotros la vida “zoé”, es decir, ¡Jesucristo!: “Y este es el testimonio
que Dios ha dado: él nos dio vida eterna, y esa vida está en su Hijo. El que
tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida”
(1 Juan 5:11,12. NTV). En el terreno espiritual de nuestra relación con Dios,
¡viviremos para siempre!, pero, todavía, como seres humanos, moriremos a esta
vida humana que poseemos. Es innegable que la separación, como en toda
despedida, habrá tristeza y lágrimas. ¡Pero tenemos todavía la esperanza viva
de la resurrección, esta verdad nos sostiene! Especialmente, cuando los viejos
se van: “Y ahora, amados hermanos, queremos que
sepan lo que sucederá con los creyentes que han muerto, para que no se
entristezcan como los que no tienen esperanza. Pues, ya que creemos que Jesús
murió y resucitó, también creemos que cuando Jesús vuelva, Dios traerá junto
con él a los creyentes que hayan muerto” (1 Tesalonicenses 4:13,14. NTV).
Todo esto estaba en mi mente cuando nuestro amado viejo, don Enrique
Dámaso Fernández (1919-2002), mi amado suegro y padre partió con el Señor,
hace, exactamente, diez años. A continuación lo que escribí en su memoria, el
18 de agosto de 2002:
Hace exactamente un mes, que nuestro amado padre
Enrique Dámaso partió para estar con el Señor. No ha sido fácil desprenderse de
nuestro viejo. Es algo que nos pega muy adentro saber que no nos estará
esperando en el aeropuerto cuando retornemos a Venezuela. Ni presidiendo la mesa en nuestras
comidas. No escucharemos el serrucho cortando las tablas para los textos bíblicos
que él y la abuela han
elaborado por más de treinta años y que son adornos en las paredes de
hogares de muchos países. No escucharemos su bendición de los alimentos en su
manera tan peculiar en que siempre lo hizo. No lo veremos señalando, en su
galería de fotos familiares, a sus
cuatro hijos, sus dieciocho nietos y nueve bisnietos. No lo veremos trabajando
en el jardín del templo, porque siempre pensó que el lugar en donde se adora a
Dios debe ser el más hermoso de la comunidad. Nos quedan sus consejos, su vida
ejemplar y esa disciplina que siempre lo mantuvo al frente de sus
responsabilidades en su hogar, su trabajo y la iglesia.
Todo en la casa está lleno de él; con sus manos hizo
cada pieza de ella y con su esposa Lola levantó el hogar por más de sesenta
años. ¿Cómo olvidarlo? En hombros de sus amigos y familiares lo llevamos al
panteón. Hubo mensaje de un hasta luego que me tocó pronunciar y que terminé
recitándole el poema: “Cuando el viejo se nos va”. Mary lo despidió con las
palabras que sólo una hija como ella puede pronunciar, llena de esa paz que el
Señor nos da en momentos como esos y su hijo el pastor Enrique Dámaso, cerró la
ceremonia con la oración de despedida. Sus restos descansan en una colina y
bajo las sombras de un árbol. Desde allí uno puede ver parte de la ciudad de
Caracas, la capital venezolana que le dio la bienvenida hace 40 años cuando
llegó en el barco que lo trajo del puerto del Vigo, España. Venía lleno de
entusiasmo, con mucha fe y con la disponibilidad de surgir desde cero, como todo inmigrante.
El hospital Ortopédico Infantil le abrió las puertas y
nunca se las cerró, ni siquiera, después de su jubilación en 1985. Es imposible
saber el número de los niños de ayer, hombres y mujeres de hoy que pasaron por
sus manos para hacerlos andar e integrarse dignamente al campo laboral de la
nación. No sabemos los tiempos de Dios, pero descansamos en la seguridad de que
nos volveremos a encontrar, y cuando lleguemos nosotros al Puerto, don Enrique
nos diga con su inconfundible voz con acento gallego: “¡Bienvenidos! Hace mucho
tiempo que os esperaba”.
Cuando los viejos se
van
Francisco Aular
Toronto, 18 de julio de 2012
Permíteme proclamar tu poder a esta nueva
generación, tus milagros poderosos a
todos los que vienen después de mí. (Salmo 71:18b. NTV)
I
Cuando los viejos se van
se produce tal vacío
que no lo pueden llenar
ni el llanto ni los suspiros.
Cuando los viejos se van
es como cerrar un libro
que nos enseñó a ser sabios
y quedamos de él, cautivos.
Cuando los viejos se van
se va aquel soplo divino
que produjo la partícula
que selló nuestro destino.
Cuando los viejos se van
para siempre cierra el
ciclo:
Enamoramiento y boda,
la llegada de los hijos…
El arribo de los nietos,
y aquel amor infinito.
Cuando los viejos se van
se queda cuanto le dimos:
Honra, amor y respeto
como sus nietos e hijos.
Cuando los viejos se van
siempre decimos lo mismo:
“Se marcharon lentamente
que casi no lo supimos,
solo cabe recordarlos,
como si estuvieran vivos.”
II
Cuando los viejos se van
se va un pedazo de patria,
una parte de nosotros,
se va una porción del alma,
la parte de nuestra
historia
celosamente guardada.
Cuando los viejos se van
nos dejan siempre grabadas
esa imagen de sus sueños,
las alas de la esperanza.
Y la herencia incorruptible
que los abuelos hablaban:
La fe firme en Jesucristo,
la confianza en la Palabra.
Que la asistencia a la
Iglesia
nunca fuera descuidada…
Cuando los viejos se van
seguiremos sus pisadas
en esta vida cristiana:
Obedecer al Señor, con
amor,
sin reservas y sin retiradas.
Cuando los viejos se van
se produce tal vacío
que no lo puede llenar
ni el llanto ni los suspiros.
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